Desde que, en el otoño de 2005, centenares de subsaharianos se abalanzaron sobre los perímetros fronterizos de Ceuta y Melilla, la Unión Europea «externalizó» el control de las fronteras de ambas ciudades. Marruecos adoptó el papel de «gendarme» de la inmigración irregular, taló los bosques que rodeaban las dos ciudades españolas y llenó de puestos y garitas militares los más de 20 kilómetros de vallado que separan el territorio español en el continente africano de Marruecos. La presión fronteriza pasó entonces de ser un problema estructural a convertirse en un conflicto permanente: aun sin avalanchas, durante los últimos tres años, la media de entradas ilegales en ambas ciudades oscila entre 3 y 4 personas al día.
«La colaboración marroquí sigue siendo efectiva y, sobre todo, imprescindible. Sin ellos, estaríamos vendidos», aseguran fuentes de la Guardia Civil en Ceuta, que contempla desde su «absoluta tranquilidad» fronteriza la agitación que envuelve Melilla desde que las lluvias torrenciales de finales de octubre derribaran 50 metros de perímetro fronterizo y abrieran las compuertas que custodian los cauces de los arroyos que nacen en Marruecos y desembocan en la costa española.
Puntos débiles
Menos de veinticuatro horas después del temporal, los 200 subsaharianos que siguen esperando en las inmediaciones de Melilla su oportunidad para entrar en España ya sabían dónde estaban los puntos débiles de la frontera, en la que el Gobierno invirtió millones de euros hace tres años para doblar su altura hasta los seis metros, instalar un laberinto infranqueable de cables y colocar decenas de cámaras infrarrojas.
El presidente melillense, Juan José Imbroda (PP), dio la voz de alarma: «Estoy seguro de que aquí hay mafias organizadas que están diciendo cómo tienen que entrar y en qué momento», denunció tras reclamar a Rabat que contuviera la presión. El desmantelamiento, en 2005, de los campamentos fronterizos que acogían a miles de subsaharianos transformó la avalancha migratoria en un problema de dinero. Según las Fuerzas de Seguridad del Estado, alrededor de Ceuta quedan «un centenar» de subsaharianos. En Melilla, el doble.
Fuentes de las ONGs que más de cerca siguen su situación explican que los indocumentados se refugian ahora en habitaciones y chabolas que alquilan a los marroquíes de las aldeas cercanas a las fronteras. Residir al lado de la valla, donde existe un gran diferencial económico, es un «chollo» para cualquier marroquí. No sólo pueden entrar y salir sin visado. Además, se benefician de la red de favores económicos que forma parte de la idiosincrasia de la zona.
Al otro lado de la frontera todo se compra y todo se vende. Todo se negocia, desde el taxi hasta un consejo para escoger restaurante. «Un policía sin galones cobra 190 euros al mes», explican fuentes policiales españolas. «Con ese sueldo, es fácil comprender que pase lo que pasa.
La única forma de entrar en territorio español con el formidable despliegue militar existente es pagando a la mafia para pasar en el doble fondo de un coche, a un gendarme para que se dé la vuelta y poder acercarse a la valla, a un joven para que haga de ``motor humano” en el mar... Siempre es pagando», explica el responsable de una ONG que pide permanecen en el anonimato.
Tema tabú
Hablar del dinero que mueve las fronteras puede salir caro. A uno y otro lado. El año pasado, un mando policial habló del problema en una conferencia y la Prensa local se hizo eco de sus declaraciones. Al día siguiente, Rabat relevó al jefe de Aduanas en El Tarajal y el policía pasó de esperar un ascenso a «patear» las calles. «Sin su ayuda estaríamos vendidos», repiten en los despachos de las delegaciones del Gobierno y de los ejecutivos autonómicos de ambas ciudades. «Que un policía se haga el tonto, dé el chivatazo de dónde está la cámara que no funciona o la valla rota y que mire para otro lado nadie puede negarlo ni evitarlo porque el país y sus condiciones económicas son las que son, pero la colaboración marroquí sigue siendo imprescindible y efectiva». |