Los sicarios se cobran 300 víctimas al año en España
Fecha Martes, 27 Diciembre a las 14:09:08
Tema Seguridad Ciudadana


A finales de 2000 existían en España unos 200 grupos de delincuencia organizada con más de 6.000 integrantes. Cinco año después, casi 500 bandas criminales se han instalado en nuestro suelo, generando unos ingresos que superan los mil millones de euros.

La industria de la delincuencia está en auge. Narcotráfico, prostitución, secuestros, extorsión, robos, falsificación, estafas, blanqueo... La clave de que la maquinaria funcione como un reloj está en el aumento notable de los ajustes de cuentas. Las organizaciones criminales quieren mantener a toda costa sus beneficios, zonas de actuación y su presencia activa en el sector. Consideran que España es un filón y están dispuestas a explotarlo a sangre y fuego si es necesario. Las cifras lo demuestran: De los 1.200 homicidios y asesinatos cometidos cada año, más de 300 (entre un 15% y un 20%) se deben a venganzas entre estos grupos.

Otras claves de interés en el interior. El origen de las bandas latinas.

 



Los asesinos a sueldo, una figura hasta hace poco desconocida, forman parte ya del perfil criminal español. Su actividad todavía es tan oscura para la Policía que muchos otros asesinatos sin resolver y desapariciones están relacionadas con ellos. De hecho, se estima que el 70 por ciento de los ajustes de cuentas nunca se esclarecen o no se llega a detener al autor. En la Costa del Sol hay decenas de ejemplos. Sicarios suramericanos, especialmente de origen colombiano y venezolano, están detrás de una gran parte de estos asesinatos sin resolver. Enviados por los carteles de la droga, llegaron a España para llevar a cabo su trabajo a lo largo de la década de los 90 y se fueron estableciendo poco a poco, según reconocen fuentes policiales. Casi todos han logrado crear sus propias organizaciones, dedicadas a tocar todos los palos del universo delictivo: desde el tráfico de drogas a los secuestros express o los asaltos a joyerías y domicilios. El crimen por encargo es otra de sus actividades. «Matar a sueldo cuesta hoy en España entre 3.000 y 4.000 euros», se afirma entre los agentes destinados en las diferentes unidades de delincuencia y crimen organizado.

¿Cuántos sicarios ha detenido la Policía en toda su historia? A un responsable de la lucha contra el crimen organizado del Cuerpo Nacional de Policía le cuesta contestar. «Que yo recuerde sicarios, auténticos sicarios, habremos detenido a media docena. Y a la mayoría les cogimos cuando estaban preparados para actuar», dice un responsable de la lucha contra el crimen organizado.

Iluminar policialmente la intervención de un asesino a sueldo en un crimen y dar con él es una de las investigaciones más complejas para un policía. Su porcentaje de éxito es mínimo por una razón: el asesino y la víctima no tienen ningún vínculo. En esta fractura, donde cualquier averiguación se estanca, se halla el secreto de lo que se conoce como el crimen perfecto. Por eso los expertos distinguen entre sicario y matón.

El primero, mucho más escurridizo, actúa como un profesional y sus pasos son casi imposibles de seguir. «Llega, mata y se va». En apenas unas horas. Cuando la Policía acude al lugar del crimen, el asesino, que sólo conocía a su víctima por una fotografía, ya ha cogido un vuelo de regreso. En este caso la acción policial como mucho, y no siempre, sólo es capaz de llegar a determinar la sospecha de que ha sido obra de un sicario. La actuación del matón, sin embargo, posee ciertos matices que la hacen más vulnerable policialmente. A diferencia del sicario, que va por libre, el matón pertenece a una organización criminal y en ella sirve como tal, dedicado a ajustar las cuentas a miembros de bandas enemigas o a personas que han contraído deudas con la suya. Su función se basa en hacer pagar una traición o en intentar cobrar el débito bajo un ultimátum. «Antes de ejecutar a su víctima intenta negociar con ella y este vínculo es muy interesante para la investigación», añade otro experto policial. A este perfil de asesinos a sueldo pertenece la gran mayoría de muertos por ajuste de cuentas en España. Uno de los últimos, el ocurrido el 29 de octubre en Madrid cuando el abogado Rafael Gutiérrez Cobeño, de 49 años, fue tiroteado cerca del parque de El Retiro. Momentos antes discutía en su despacho con el que después iba a ser su verdugo, al parecer, de origen suramericano. No es el primer abogado que ha sucumbido a las balas del crimen organizado en los últimos años. «El ataque a letrados no supone un salto cualitativo. Yo diría que es una evolución lógica pues, una vez que las organizaciones ya están asentadas no necesitan del asesoramiento de los abogados que contrataron como gerentes y que en muchas ocasiones se han introducido demasiado en la estructura criminal», dice el experto.

El origen de las bandas latinas

Según la ingeniosa interpretación que defiende un oficial de la Policía Guatemalteca, el vocablo «mara» aplicado a las bandas delictivas centroamericanas se deriva del término marabunta que, a su vez, es una voz brasileña con la que se alude a los efectos devastadores que provocan en las plantaciones agrícolas unas voraces hormigas autóctonas en sus desplazamientos migratorios.

No hay duda alguna de que su inspirador acertó plenamente con ella, ya que el fenómeno de las «maras» constituye en la actualidad una de las plagas más terroríficas que asola a los países centroamericanos. Estamos hablando de un flagelo asesino que ha elevado los índices de los homicidios dolosos en El Salvador, Guatemala y Honduras a unas tasas impresionantes, desconocidas, incluso, en países inmersos en movimientos insurgentes o terroristas. Según datos de fuentes oficiales de esos países, la tasa de asesinatos en alguno de ellos supera los 40 homicidios por cada 100.000 habitantes.

Históricamente, las primeras maras integradas por delincuentes juveniles centroamericanos aparecen en la década de los años setenta en Chicago, en Los Angeles y en otras grandes urbes de Estados Unidos con gran concentración de emigrantes hispanos. Serán los puertorriqueños y los salvadoreños los pioneros en abanderar este nuevo fenómeno delictivo que inicialmente se asocia a necesidades de autodefensa en las prisiones.

Luego evolucionan hasta convertirse en bandas o pandillas delictivas urbanas, con una fuerte implantación territorial. Su fuerte componente étnico permite a sus integrantes incrementar su autoestima en el contexto de una sociedad hostil que no los admite y en la que ellos tampoco se integran. A partir de los años ochenta, la mancha de aceite provocada por la irrupción de estas pandillas («maras» salvadoreñas y «ñetas» puertorriqueñas) se extiende vertiginosamente por Centroamérica. Confluyen en este fenómeno dos factores que iban a resultar fatalmente decisivos en su evolución criminal posterior. En primer lugar, por la penosa situación económica y social en la que se hallaban la mayoría de esos países centroamericanos; una extrema miseria, incrementada en ese periodo por los efectos devastadores de los interminables conflictos armados en los que se vieron inmersos. En segundo término, por el nuevo giro de la política de inmigración norteamericana, que optó por la deportación generalizada de todos los jóvenes salvadoreños implicados en actividades delictivas.

Si se analiza este fenómeno desde la perspectiva española, no hay duda alguna de que las diferencias que presenta esta criminalidad respecto de la actividad delictiva que desarrollan en España las bandas juveniles de origen hispano americano, afortunadamente, hoy por hoy, son enormes. El desarrollo de las maras en Centroamérica responde a unas características propias y a unas circunstancias socioeconómicas que no se pueden dar en la España actual. Los países de esa región han padecido a lo largo de su historia un sinfín de episodios bélicos y de enfrentamientos civiles que han impedido su normal desarrollo, sumiéndolos en una miseria crónica con gravísimas carencias no sólo de bienes de primera necesidad sino, incluso, de algunos valores que fortalecen a las sociedades occidentales: educación, cultura, tradición democrática, etc. Las maras centroamericanas se nutren de adolescentes nacidos y criados en esas sociedades. Jóvenes sin futuro a quienes la vida no les ofrece alternativas. Es el peor y el último de los recursos que podían elegir. Así lo evidencian las tres palabras que definen su ideario: «hospital, cárcel, cementerio», y el slogan que preside su existencia: «Vida loca».

La progresiva degeneración a la que ha llegado alguna clica centroamericana (pandilla marera) resulta estremecedora; así, un ejemplo paradigmático de este fenómeno es el de los denominados tapados, unos individuos que se tatúan todo el cuerpo y cara, y que sólo salen de noche para actuar. Según expertos policiales en la zona, la principal ocupación de los tapados es la búsqueda de enfrentamientos armados con otros pandilleros de la ciudad.

La cultura de la muerte está presente siempre en la actividad de las maras. Para cualquier marero que se precie su don más valioso lo constituyen las muescas que consigue por cada muerte que produce. A diferencia de los pistoleros del lejano oeste, las muescas de los mareros son lágrimas tatuadas en el rostro.

Posiblemente, la razón de ser de esta extrema violencia es la nula importancia que los mareros dan a sus propias vidas. Ellos son conscientes del riesgo que corren tanto si se integran en las maras como si pretenden mantenerse alejados de ellas, porque siempre van a tener que convivir con ellas. Ante esa terrible disyuntiva, el recurso que les queda es buscar la protección de una mara e integrarse en su vorágine asesina.

Los mareros consumen crak o basuco (derivados baratos de la cocaína); extorsionan a los vecinos y a los comerciantes, asesinan a sus familiares, a sus amigos, a sus rivales; se enfrentan abiertamente con la Policía; controlan las cárceles donde provocan motines que se saldan con decenas de muertos; a veces, incluso descuartizan y comen a sus víctimas. Resulta estremecedor el caso de un niño guatemalteco que con 11 años se integró en una mara, tras superar la prueba iniciática que le impusieron los líderes de la banda: asesinar a sus padres. En su corta vida como marero sembró el terror con su AK 47, llegando a liberar a un compañero detenido, después de disparar indiscriminadamente contra una patrulla policial. Falleció de la misma forma que vivió: alguien le disparó en el interior de un autobús urbano cuando participaba en un asalto.

Con estas premisas, la actual actividad de las «maras» en algún país centroamericano se encuentre fuera de todo control gubernamental. La policía y el aparato judicial poco o nada pueden hacer al respecto, por cuanto este fenómeno delictivo no puede corregirse con medidas legales o policiales represivas, sino que responde a factores socioculturales y a motivaciones económicas que han de ser objeto de un tratamiento integral, que desafortunadamente en estos momentos no pueden ofrecer los gobiernos de esos países. El fenómeno de las maras en Centroamérica constituye una lacra de mayor gravedad que el terrorismo o que la misma guerra, porque no tiene una justificación concreta, ni una solución a medio plazo. Evidentemente, las maras que actúan en España o en otros países occidentales, cualquiera que sea su denominación (maras, salvatruchas, ñetas, latin king, etc,) nada tienen que ver con las bandas de Centroamérica.

De ellas han heredado su parafernalia, sus estructuras externas y alguna de las conductas delictivas que, desgraciadamente, a veces, finalizan cruentamente en nuestras calles. En todo caso, sería prudente que nuestros políticos no echasen en saco roto la amenaza que conlleva este fenómeno, adoptando determinadas medidas que vayan más allá de la mera represión policial.







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