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Seguridad Ciudadana

Maras: las bandas más salvajes se fijan en España.

La Policía advierte de que la peor delincuencia iberoamericana puede arraigar en tres años.



«La noche del jueves recién pasado, miembros de la Mara 18 recluidos en el correccional de San José Pinula atacaron con arma de fuego a un integrante de la Mara Salvatrucha, con resultado de cuatro muertos». Noticias como ésta, publicada el pasado 24 de junio, dan cuenta de la facilidad con la que actúan las bandas violentas en Guatemala y en otros países de Centroamérica. Ese mismo día, los periódicos informaban de la muerte de un presunto pandillero «asesinado de un balazo frente a la iglesia católica de El Porvenir, Villa Canales». No son hechos aislados. La misma semana, dos hermanos menores de edad resultaron heridos en un parque cuando un desconocido «disparó contra un marero al que baleó» y Samuel, un ayudante de piloto de autobús de 15 años «murió baleado en el interior del automotor» en la colonia El Milagro de Mixco. Dos pandilleros le dispararon cuando se detuvo a cambiar una llanta.

   Las maras, la versión más descarnada de bandas latinas como los «Latin King» y, sobre todo, los «Ñetas», traen de cabeza desde hace años a los gobiernos centroamericanos. Ahora, estos delincuentes juveniles podrían haber puesto sus ojos en España. El juez decano de Madrid, José Luis González Armengol, asegura que un informe policial «avisa del riesgo de que dentro de tres o cuatro años se implanten en nuestro país». El idioma, la facilidad para cruzar nuestras fronteras y las mayores posibilidades para encontrar trabajo habrían convertido España en un destino atractivo.

   «No están operativas». «No es que las maras estén operativas en nuestro país, pero sí hay un pequeño grupo de mareros que podrían estar implantándose aquí», dice Armengol. «La Policía no va a reconocerlo -añade- hasta que sea una realidad, pero los datos están ahí: cada vez más menores cometen delitos».

   La liturgia de muerte y extorsión es, para los mareros, la máxima expresión de su principal anhelo, «vivir la vida loca», aunque su violenta rutina tiene muy poco de vida y, eso sí, mucho de locura. La marca de la mara tatuada en la piel es su seña de identidad, para muchos un salvoconducto para morir joven. El techo de vida de un pandillero no supera los 24 años. Da lo mismo. La mara les brinda un futuro que en la sociedad no encuentran o ni siquiera buscan. La alternativa son estas bandas creadas a imagen y semejanza de las pandillas que irrumpieron en Los Ángeles en los 80.

   En Guatemala mandan la Mara 18 y la Salvatrucha, la más violenta (de la que en este país existen más de 300 ramificaciones). Esta última tiene estrechas relaciones con los «Ñetas». Sólo el pasado año, dejaron un reguero de 5.500 muertes, según datos oficiales, lo que obligó al Gobierno de Guatemala a desplegar a 11.000 soldados en las grandes ciudades.

   La seguridad es aquí un concepto muy relativo. Cualquier sitio es bueno para ajustar cuentas. El pasado abril, pandilleros de las maras 18 y Salvatrucha se enzarzaron a cuchilladas en la Torre de Tribunales de la capital, donde iban a ser juzgados. El encontronazo dejó tres heridos. A los menores se les incautaron una pistola y tres armas blancas.

   La Policía Nacional Civil (PNC) de Guatemala tiene identificados a unos mil mareros en la capital, responsables del 20% de los delitos que se producen. Fuentes de la Sección de Control de Maras de la Policía aseguran que el número de miembros de estas bandas en todo el país es de «entre 6.000 y 7.000, aunque los periódicos hablen de 30.000».

   «Cobradores, banderas y tapados». «Ya no andan tan a la vista como antes, ahora son bastante nómadas -explican- y empiezan a no tatuarse, porque les estigmatiza». La Policía no confía en los arrepentidos: «Cuando les agarras dicen que se cuadraron, que están yendo a la iglesia, pero es mentira, porque aun con la Biblia bajo el brazo, están cometiendo delitos». La PNC insiste en que, pese a que lo niegan, en las maras sí existe una jerarquía. «Hay sicarios, cobradores (encargados de la extorsión), “banderas” (menores y mujeres que cumplen funciones de vigilancia) y “tapados”».

   Entre la Salvatrucha y la Mara 18, enconadas rivales, también hay diferencias. La primera es más violenta. «Muchos de sus miembros vienen de El Salvador, huyen de otros lugares». Sin embargo, los de la 18, los más numerosos, se dedican más al «renteo» (en lo que va de año, 24 conductores de autobús han sido asesinados en Ciudad de Guatemala por negarse a pagar a cambio de protección).

   En España, se mira de reojo a este fenómeno, sobre todo desde la implantación hace cinco años de «Latin King» y «Ñetas». «La forma de actuar es totalmente distinta. De momento, y esperamos que dure, los asesinatos y extorsiones no van con ellos», explican fuentes policiales españolas. «Es muy raro que se pudieran implantar aquí, pero debemos tener cuidado y estamos en contacto con la Policía de esos países». La situación no es la misma, insisten (pese a que las bandas latinas ya cuentan con asesinatos en su haber): «Allí, los muchachos no tienen expectativas de futuro. Están tirados en la calle y el futuro se lo ofrece la mara. Aquí, a esas edades los niños están en la escuela. ¿De dónde sacarían la materia prima?».

   «El conejillo de Indias». La Policía tiene identificados a más de 2.300 miembros de bandas latinas, aparentemente tranquilas tras la detención, a finales de 2005, de una treintena de sus integrantes después de que sus enfrentamientos se cobraran dos muertes en Madrid.

   En Guatemala, algunas asociaciones intentan alejar a los menores de esa dictadura implacable. Juan Carlos trabaja en Aprede (Asociación para la Prevención del Delito) con jóvenes ex mareros y con los adolescentes entre los que echan sus redes. «Aquí el conejillo de Indias es el pandillero y se tiende a magnificar su número. El Gobierno habla de 300.000. Es rotundamente falso». Juan Carlos cree que el caldo de cultivo es la exclusión social que viven muchos niños. «No hay acceso al trabajo ni a la escuela. Se unen como una forma de rebeldía y delinquen para sobrevivir». El trabajo de Aprede no es fácil. «Un pandillero es muy difícil de convencer. Está cegado por esa convicción de que está en deuda con la pandilla». Y esa deuda, casi siempre, se paga con la vida.

 

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